No es nada, es un suspiro.

domingo, 15 de noviembre de 2015

Cartas a tu paso

Me gustaría hablar de ti como lo hace un poeta:
contar que eres como un trueno ensordecedor,
una explosión que deja huellas mudas en los oídos.

Decir que verte es como un impacto frontal,
o la bofetada que da una mano gélida.
Contigo mi instinto es como el de los lobos; 
quiero desgarrarte la piel a dentelladas 
y disfrutar del festín de tu cuerpo 
y de la dulce crueldad de tu sexo.

Tu paso por mis días es como una trágica y frustrada melodía 
que nunca escucharán otros oídos que los míos.
Cuando te marchas solo queda ruido
una vajilla que se rompe,
una botella que se descorcha…
un solo de batería.

Tu presencia es colosal y tu mirada, formidable, 
tus luceros se clavan en mi pecho como agujas metafóricas.
La inexistencia de tus besos es una afilada estalactita sobre mis pies descalzos 
y la lejanía de tus manos es la soga en la que pierdo el equilibrio.

Me gustaría hablar de ti como lo hace un poeta: 
más artística, más profunda, 
pero menos cierta.

Menos acertada porque has llegado con la delicadeza e influencia ciega
con la que lo hace la primavera
con efecto más sordo que sórdido,
como una voz que susurra,
como un relámpago lejano.

Como un pequeño corte de papel en el dedo,
una ducha de agua medio fría,
un empujón del viento.
Como una mano decente de naipes,
una breve turbulencia,
una fugaz tormenta.

Me gustaría hablar de ti como lo hace un poeta,
pero no sé reflejarte en letras,
y se me dan mal los versos.

jueves, 19 de septiembre de 2013

VII


Los primeros días que pasamos juntos, siempre atravesábamos el mismo puente y veíamos los cisnes manifestar su grandeza por las gélidas aguas del canal.
Emanábamos electricidad de nuestras ganas de vivir y no sabíamos contenernos. No pertenecíamos a este mundo. No. Éramos híbridos que se encontraban aquella noche en la misma sala, dedicándose el uno al otro la misma mirada... impregnados por la magnificencia de la noche.

Yo lo admiraba, ¿sabéis?, se desgarraba el alma por ser bondadoso y, sobre todo, correcto. Yo siempre he sido más bien lo contrario. Pero a él no le importaba, qué va... aparecía en mitad de la noche y me encontraba hecha pedazos, torturándome. Y me recomponía; tomaba uno por uno los pedacitos y los iba uniendo en cuestión de horas. Me decía un par de veces al día lo bonita que era, me acariciaba el rostro y el pelo como aquél que toca una figura de porcelana cara. Y a mí me hacía gracia, claro, porque como ya he dicho, nunca he sido especialmente buena o correcta, yo necesitaba su fuerza, su sexo cruel. Pero él no era así, y por eso mismo lo admiraba.

A veces me iba, sin certeza alguna de cuándo regresaría, aunque él me seguía cuando podía y, cuando no, me esperaba. Porque más de una vez le dije que su amor me había devuelto un hogar: mi hogar era él. ¡Le estaba tan agradecida!
Siempre supo que yo volvería junto a él, a esconderme en sus robustos brazos, que me protegían del mundo y de mí misma.

Me enseñó a quererme. Os sonará estúpido, pero es algo difícil de aprender, pero supo ser mi maestro, mi amante y mi amigo, alguien con quien conversar cuando los muros de mi casa se hacían cada vez más pequeños y la realidad comenzaba a desvanecerse frente a mí. “Venga, recuesta la cabeza en mi pecho” susurraba, entonces sus latidos le devolvían el sentido a las cosas que me rodeaban.

La inestabilidad que me caracterizaba era algo con lo que él aprenció a vivir; a veces reía y me decía que estaba loca. Y bueno, tenía razón, sí, pero además era libre, y a él le encantaba mi libertad interior, y mi constante indecisión, y mi mente camaleónica… y mi locura.

Porque sabía que los locos son los únicos capaces de amar con locura,

y yo le amaba más que todas las putas a las que él había conocido.


viernes, 4 de enero de 2013

Nacer, amar, morir

Agarro el reloj con los ojos entreabiertos y miro la hora. 3:26 de la mañana. Me ha despertado el estómago; son los nervios los que taladran mis adentros. Acomodo la almohada porque sé que en mitad de la noche no la voy a distinguir de ti, así que la coloco entre mis brazos intencionadamente para disminuir el vacío. Pasan unos ocho minutos con los ojos cerrados hasta que estiro el brazo para coger la botella de agua. Me pregunto por qué tengo siempre dos o tres botellas de agua en mi mesilla de noche en lugar de una sola de algún buen whisky. Cardhu, por ejemplo. Recuerdo que tengo una en el salón y me giro para después darme cuenta de que no estoy dispuesta a levantarme por nada del mundo. Vacilo un instante... "Sí que lo haría. Me levantaría si tocaras en mi ventana. Pero eso no sucederá. No esta noche", me digo mientras miro hacia el techo blanco y uniforme de mi habitación.  ¿Qué me pasa?

La tenue luz y los pinchazos en el estómago hacen que me sienta como quien yace en la camilla de la última y olvidada habitación de un hospital. Decido llevarme al cuello los dedos índice y corazón para comprobar el estado de mi pulso. O incluso para saber si hay latidos. Pero sigo viva. Luego recuerdo que de amor nadie muere... o tal vez sí. Yo creo que sí, pero por dentro.

Me vuelvo a girar y veo un teléfono antiguo que está junto a las inservibles botellas de agua que ya podrían ser de algún buen whisky. Cardhu, por ejemplo. Me dispongo a oír la señal durante unos diez segundos y cuelgo rápidamente. Es poco probable que me haya intentado llamar justo en ese instante, quiero creer.

La vacuidad de mi cama es un agravante más para mi dolor de estómago. Además está el frío. El frío nos vuelve a todos, inevitablemente, muy poéticos. Pero a mí ya no me quedan más poemas que componer, así que enciendo la calefacción con la esperanza de que vengas y la apagues antes de que muera de calor. Aunque la alternativa no parece tan dolorosa.
Te recuerdo y cierro los ojos. Cierro los ojos y te recuerdo. Pero la fe de que aparezcas se escurre entre mis dedos que resbalan por la calefacción que ya está empezando a funcionar. Aunque no para darme calor, sino para matarme. 

Y, mientras me voy quedando dormida, devuelvo mis dos dedos al cuello para comprobar si sigo viva. Así es. Parece que va a ser una muerte lenta, de esas en las que el corazón agoniza y se culpa de haberse abierto en canal aún sabiendo que será desgarrado a dulces dentelladas. 

No estoy hecha para amar, pero eso es algo que él ya sabe desde hace tiempo, porque sabe que para mí amar significa también morir, y no le importó: consiguió que le amara. Ahora, bajo mi condición de moribunda, toca la otra parte.

domingo, 9 de diciembre de 2012

La fiera de mi niña


Después de todo este recorrido, me he dado cuenta de que es ella. Si la conociérais como yo, sabríais que es ella de la que hablan todas las canciones, en la que se basan todos los guiones. Con su singular forma de vestir, se encarga hacer que todo parezca más puro y más sencillo, y tiene esa brisa que lleva siempre consigo, por si te quedaras sin aire cuando se te acerca. Lo sé todo sobre ella. Sé cómo la miran cuando pasea como si supiera siempre dónde está, cómo roza cada tecla cuando escribe y parece que fuera la primera vez que se le ocurre un trozo de prosa y se muriera por redactarlo en cualquier lado. Si hubiérais visto sus sonrisas incompletas, sabríais que las medias lunas no son más que luces sin importancia, y es que ella no permite jamás que la eclipsen; por eso se dedica a robarle el protagonismo a los cuerpos celestes.
Si la oyéseis cantar, sabríais de qué os hablo. Cuando utiliza su vocecilla aguda, suave, y canta baladas que la delatan, porque actúa como si nada le importara, pero solo yo sé cuán enamorada está y la forma en la que sabe querer. Y creédme que quiere como nadie lo hace.

Después de todo este recorrido, me he dado cuenta de que es ella. Nunca se sabe qué va a hacer, cada día se inventa unos planes de futuro nuevos, cada noche decide que quiere viajar a un país diferente y solo llevarse una cámara consigo, un cuaderno y unos cuántos lápices para poder escribiirme cartas y mandármelas. O no. Y es que siempre da por hecho que no estaremos juntos para entonces. Lo que ella no sabe es que yo no podría dejar de quererla jamás, porque ha calado en mi cuerpo, como cuando cala la nieve en unos guantes de lana. Así, ella busca atajos hacia la felicidad, y yo la sigo por el camino largo, con la esperanza de que nos encontremos al final, cuando todo se acabe y el resto del mundo no signifique nada. Pero el mundo tiene demasiado sentido para ella por ahora, por eso se enfada una o dos veces al día, desgarra todo lo que pasa por delante de sus ojos. A veces, llora enfebrecida, se defiende, y no le importa arrasar con todos los que la han querido alguna vez. Pero siempre aparezco yo para calmarla. Porque, como ya he dicho antes, lo sé todo sobre ella. Sé como se trata a las fieras. O por lo menos a la fiera de mi niña. Sé, por ejemplo, que no hay que arrancarle explicaciones jamás, ni hablar cuando te mira con la boca entreabierta, por si acaso quiere decir algo y la interrumpes, porque entonces nunca sabrás lo que iba a decir.

Después de todo este recorrido, me he dado cuenta de que es ella. Aunque a veces sean sus celos los que hablan y me diga que escoge vivir, que prefiere vivir a estar conmigo, y que así se le note que me ama más que a nadie, aunque eso no le guste un pelo. Sé que a veces piensa en cómo sería su vida sin mí y cree ingenua que, de no haberme conocido, habría sufrido menos. Al rato siempre se percata de que dejarme marchar sería peor, y es capaz de herirse a sí misma para que no me vaya. Entonces tengo que cogerla entre mis brazos, mientras aprieta sus piernas con fuerza alrededor de mi cuerpo, como pidiéndome que hagamos el amor para ahogar sus penas, porque sabe que eso es más fácil que bajarse al bar a beber. Y si eso pasa, luego me despertaré y ella estará observando cómo duermo, intentará disimular, se sentirá imbécil por quererme así, y otra vez se enfadará consigo misma. Y yo estaré, una vez más, recogiendo los pedacitos de su corazón para que ella no los pierda.

Después de todo este recorrido, me he dado cuenta de que es ella. Es mi chica. La de ayer, la de hoy y la de siempre. Así es. Y, bueno, permanecer en su vida es un tanto laborioso e ilógico, pero es que lo sé todo sobre ella. A pesar de las diarias contiendas, los revolcones fruto de su rabia, los poemas que esconde y siempre acabo encontrando, a pesar de su inagotable sarcasmo e insaciable ira, y de su insistencia en que el mundo sería un lugar mucho más tranquilo sin que ella estuviera en él, es mi chica.

Y creédme, es un placer poder quererla.

domingo, 18 de noviembre de 2012

Memorias desde el corazón de Berlín

Siempre digo que no me gusta que mi vida se divida en horas o días, sino por capítulos. El de hoy, en concreto, exige narración.

Esta noche en Berlín hemos disfrutado de una leve lluvia que ha provocado que los ciudadanos decidieran buscar cobijo en sus casas. O quizás en los brazos de alguien.
Mientras tanto, yo me he decidido por recorrer el canal repleto de cisnes, luces y césped recién cortado que pasa por Kreuzberg. Las bicicletas pasaban por las ínfimas charcas de la desigual calzada y he pisando casi todos los resbaladizos adoquines de la zona. 

Me dí cuenta de que está empezando a hacer un frío considerable, por eso he ido vagando por ahí con las manos en los bolsillos, bajo los puntiagudos edificios que este distrito ofrece.
Por unos minutos, me he convertido en una especie de exégeta de todas las pintadas típicas de esta ciudad, intentando entender las huellas que tantos jóvenes han ido dejando por las paredes del lugar.

Los paisajes desconocidos y los carteles en otro idioma tienen cierto atractivo que me ha tenido evadida del resto de la gente; todas esas caras anónimas que me miraban como dando por sentado que soy una extranjera más. Pero no lo soy. Los extranjeros se comportan como tal hasta cundo están en su propio país. Y yo solo soy una chica atenta a ciertos detalles que muchos pasarían por alto, una especie de poetisa redimida que encuentra su inspiración en las cosas más insignificantes. Una joven que escribe en dos únicas situaciones: cuando está enamorada o dolida. Pero hoy no siento dolor.

Supongo que será por eso que soy la única que se va fijando en la leve lluvia y en el frío que ha empezado a hacer estos días. Puede que sea porque el resto de ciudadanos ha decidido buscar cobijo en sus casas, o quizás en los brazos de alguien, y mientras tanto yo me he decidido a pensar en ti. 
Sobre todo cuando he llegado a mi portal y he sacado las manos de los bolsillos. Estaban frías, como si las hubiera ido balanceando por ahí al pasear.   

Pero no me ha extrañado nada, porque ya sabéis lo que dicen: "manos frías, corazón caliente". Y, como estoy viviendo en un país bastante gélido, tengo que darte las gracias por no dejar que mi alma pase frío en ninguno de los capítulos de mi vida.

martes, 25 de septiembre de 2012

¿Qué clase de hombres quedan en este siglo?


Hoy me gustaría hablaros, como reza el título, del hombre del siglo XXI. El que afortunadamente puede, ahora más que nunca, regirse por sus instintos sin que nadie se lo prohíba. Puede hacer lo que quiera, pero muchos no han desarrollado ciertos patrones de comportamiento relacionados, por cursi que pueda sonar, con el amor y la actitud. He aquí lo que, para mí, es un hombre “desechable” de este siglo:

Ese hombre que se sienta por las tardes en la barra del bar de mediopelo de su barrio para escapar de las tareas que su mujer le pide que haga, y se deja hipnotizar por el trasero de alguna camarera extranjera y exótica que le regala las sonrisas que le sobran. También está aquel hombre de hoy en día que se levanta antes que el diablo, se viste de un traje que vale más que sus propias ideas, y se marcha porque se ha acordado de que es su aniversario de boda, sin despedirse de muchacha de turno que sigue en su cama y de la que, por supuesto, no volverá a saber nada. Un hombre que abre los ojos para mirar qué día es solo por si tiene que buscar excusa para que no le echen del apartamento por impago, y, sin molestarse por quitarse el cúmulo de legañas que acostumbra a tener, cierra la persiana y se recuesta en la desaliñada cama en la que se maldice por la vida que lleva; sin salir de esa cárcel que es su casa y en la que siempre lleva, como un presidiario, el uniforme a rayas que dibujan las sombras de la persiana a medio cerrar. Cómo no, existe también el patriarca de la familia ordinaria: unos cuantos críos, una mujer a la que no le encuentra el atractivo después de veintiséis años de matrimonio, y un sueño sin cumplir que se ha convertido en afición y por eso hace trucos de magia para que sus hijos se duerman cada día cuando llega a casa de vender unos vehículos que ni siquiera le gustan.

Pero no os alarméis.
Los humanos, como animales, tenemos diferentes instintos, y es por ello que hay una gran variedad de personalidades.
Con esto quiero decir que también existe una clase de hombre que está deseando llegar a casa y no se para en el bar de su calle. Aquel que se levanta antes que el diablo, pero todos los días con la misma mujer, y le deja el desayuno en la mesilla de noche porque sabe que los aniversarios no tienen por qué ser más importantes que el resto de los días con ella. Es ese que abre la persiana nada más salir el sol y repasa sus objetivos, que sabe que cumplirá, por difíciles que se presenten. Un hombre que mira a su mujer y sus hijos y piensa que “para qué pedir más”, si es todo lo que necesita. Por eso, se dedica a hacer espectáculos de magia de vez en cuando para sus hijos y sus amigos, como siempre había soñado.

Y es que en esta vida, amigos míos, todo llega, y cuando le encontréis, lo sabréis a la primera. Pero alguien dijo que “lo bueno se hace esperar”.

Y razón no le faltaba, ¿verdad?

martes, 11 de septiembre de 2012

Aspectos no fisionómicos del corazón y otros misterios sin resolver


Escribí por ahí una vez, no recuerdo dónde ni por qué, que lo mejor para evitar cualquier enfermedad del corazón es evitar al corazón mismo. Olvidar que existe el alma. Pero hay cosas, siento deciros, que el cuerpo no puede esquivar.

La curiosidad y la lectura me han instruído sobre varios matices que la mente, muchas veces, no sabe controlar: véase el cariño. Creo que es uno de los pocos sentimientos útiles y nada efímeros; sirve también como combustible para la vida, siempre que no paséis de esa fase, claro está. Que sí, que podemos cambiar a ciertas personas con las sábanas y ya está, pero como os saltéis esa línea que separa el áspero cariño del amor, estáis jodidos.

Doy por hecho que todos sabéis controlar la mayoría de vuestras acciones, pero hay ciertas cosas -como eso que os explicaban en el colegio de las acciones voluntarias e involuntarias-, ciertos impulsos que son inevitables para el cuerpo. Amar es uno de ellos. Sí, AMAR, ¿estridente, verdad? Pues sí, estridente y, además, desconocido. No os discuto que la Real Academia haya elaborado un significado para esa palabra. Bien, puede que haya catorce acepciones en el diccionario sobre lo que es el amor, pero apuesto a que ninguno de vosotros coincidiría al describirlo. Y es que el amor, para empezar, es algo incierto, una sombra de la que nadie se escapa, una especie de delincuente abstracto que no puede ponerse bajo control y por eso tantos nos escabullimos de él.

Pero llega un día en el que se os agita el corazón y no podéis evitar florecer por dentro, y habéis caído. Entonces, no os quedará otra que someteros a ello y esposaros a sus consecuencias, nefastas probablemente, pero consecuencias ligadas a un sentimiento contra el que no podéis luchar.

Con esto os quiero decir, que para escapar del amor solo hace falta no tener corazón, y como eso es imposible, aquí no se salva nadie.

Ni siquiera yo.