La tenue luz y los pinchazos en el estómago hacen que me sienta como quien yace en la camilla de la última y olvidada habitación de un hospital. Decido llevarme al cuello los dedos índice y corazón para comprobar el estado de mi pulso. O incluso para saber si hay latidos. Pero sigo viva. Luego recuerdo que de amor nadie muere... o tal vez sí. Yo creo que sí, pero por dentro.
Me vuelvo a girar y veo un teléfono antiguo que está junto a las inservibles botellas de agua que ya podrían ser de algún buen whisky. Cardhu, por ejemplo. Me dispongo a oír la señal durante unos diez segundos y cuelgo rápidamente. Es poco probable que me haya intentado llamar justo en ese instante, quiero creer.
La vacuidad de mi cama es un agravante más para mi dolor de estómago. Además está el frío. El frío nos vuelve a todos, inevitablemente, muy poéticos. Pero a mí ya no me quedan más poemas que componer, así que enciendo la calefacción con la esperanza de que vengas y la apagues antes de que muera de calor. Aunque la alternativa no parece tan dolorosa.
Te recuerdo y cierro los ojos. Cierro los ojos y te recuerdo. Pero la fe de que aparezcas se escurre entre mis dedos que resbalan por la calefacción que ya está empezando a funcionar. Aunque no para darme calor, sino para matarme.
Y, mientras me voy quedando dormida, devuelvo mis dos dedos al cuello para comprobar si sigo viva. Así es. Parece que va a ser una muerte lenta, de esas en las que el corazón agoniza y se culpa de haberse abierto en canal aún sabiendo que será desgarrado a dulces dentelladas.
No estoy hecha para amar, pero eso es algo que él ya sabe desde hace tiempo, porque sabe que para mí amar significa también morir, y no le importó: consiguió que le amara. Ahora, bajo mi condición de moribunda, toca la otra parte.
Ay María, que bonito escribes!!
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