No es nada, es un suspiro.

jueves, 19 de septiembre de 2013

VII


Los primeros días que pasamos juntos, siempre atravesábamos el mismo puente y veíamos los cisnes manifestar su grandeza por las gélidas aguas del canal.
Emanábamos electricidad de nuestras ganas de vivir y no sabíamos contenernos. No pertenecíamos a este mundo. No. Éramos híbridos que se encontraban aquella noche en la misma sala, dedicándose el uno al otro la misma mirada... impregnados por la magnificencia de la noche.

Yo lo admiraba, ¿sabéis?, se desgarraba el alma por ser bondadoso y, sobre todo, correcto. Yo siempre he sido más bien lo contrario. Pero a él no le importaba, qué va... aparecía en mitad de la noche y me encontraba hecha pedazos, torturándome. Y me recomponía; tomaba uno por uno los pedacitos y los iba uniendo en cuestión de horas. Me decía un par de veces al día lo bonita que era, me acariciaba el rostro y el pelo como aquél que toca una figura de porcelana cara. Y a mí me hacía gracia, claro, porque como ya he dicho, nunca he sido especialmente buena o correcta, yo necesitaba su fuerza, su sexo cruel. Pero él no era así, y por eso mismo lo admiraba.

A veces me iba, sin certeza alguna de cuándo regresaría, aunque él me seguía cuando podía y, cuando no, me esperaba. Porque más de una vez le dije que su amor me había devuelto un hogar: mi hogar era él. ¡Le estaba tan agradecida!
Siempre supo que yo volvería junto a él, a esconderme en sus robustos brazos, que me protegían del mundo y de mí misma.

Me enseñó a quererme. Os sonará estúpido, pero es algo difícil de aprender, pero supo ser mi maestro, mi amante y mi amigo, alguien con quien conversar cuando los muros de mi casa se hacían cada vez más pequeños y la realidad comenzaba a desvanecerse frente a mí. “Venga, recuesta la cabeza en mi pecho” susurraba, entonces sus latidos le devolvían el sentido a las cosas que me rodeaban.

La inestabilidad que me caracterizaba era algo con lo que él aprenció a vivir; a veces reía y me decía que estaba loca. Y bueno, tenía razón, sí, pero además era libre, y a él le encantaba mi libertad interior, y mi constante indecisión, y mi mente camaleónica… y mi locura.

Porque sabía que los locos son los únicos capaces de amar con locura,

y yo le amaba más que todas las putas a las que él había conocido.


viernes, 4 de enero de 2013

Nacer, amar, morir

Agarro el reloj con los ojos entreabiertos y miro la hora. 3:26 de la mañana. Me ha despertado el estómago; son los nervios los que taladran mis adentros. Acomodo la almohada porque sé que en mitad de la noche no la voy a distinguir de ti, así que la coloco entre mis brazos intencionadamente para disminuir el vacío. Pasan unos ocho minutos con los ojos cerrados hasta que estiro el brazo para coger la botella de agua. Me pregunto por qué tengo siempre dos o tres botellas de agua en mi mesilla de noche en lugar de una sola de algún buen whisky. Cardhu, por ejemplo. Recuerdo que tengo una en el salón y me giro para después darme cuenta de que no estoy dispuesta a levantarme por nada del mundo. Vacilo un instante... "Sí que lo haría. Me levantaría si tocaras en mi ventana. Pero eso no sucederá. No esta noche", me digo mientras miro hacia el techo blanco y uniforme de mi habitación.  ¿Qué me pasa?

La tenue luz y los pinchazos en el estómago hacen que me sienta como quien yace en la camilla de la última y olvidada habitación de un hospital. Decido llevarme al cuello los dedos índice y corazón para comprobar el estado de mi pulso. O incluso para saber si hay latidos. Pero sigo viva. Luego recuerdo que de amor nadie muere... o tal vez sí. Yo creo que sí, pero por dentro.

Me vuelvo a girar y veo un teléfono antiguo que está junto a las inservibles botellas de agua que ya podrían ser de algún buen whisky. Cardhu, por ejemplo. Me dispongo a oír la señal durante unos diez segundos y cuelgo rápidamente. Es poco probable que me haya intentado llamar justo en ese instante, quiero creer.

La vacuidad de mi cama es un agravante más para mi dolor de estómago. Además está el frío. El frío nos vuelve a todos, inevitablemente, muy poéticos. Pero a mí ya no me quedan más poemas que componer, así que enciendo la calefacción con la esperanza de que vengas y la apagues antes de que muera de calor. Aunque la alternativa no parece tan dolorosa.
Te recuerdo y cierro los ojos. Cierro los ojos y te recuerdo. Pero la fe de que aparezcas se escurre entre mis dedos que resbalan por la calefacción que ya está empezando a funcionar. Aunque no para darme calor, sino para matarme. 

Y, mientras me voy quedando dormida, devuelvo mis dos dedos al cuello para comprobar si sigo viva. Así es. Parece que va a ser una muerte lenta, de esas en las que el corazón agoniza y se culpa de haberse abierto en canal aún sabiendo que será desgarrado a dulces dentelladas. 

No estoy hecha para amar, pero eso es algo que él ya sabe desde hace tiempo, porque sabe que para mí amar significa también morir, y no le importó: consiguió que le amara. Ahora, bajo mi condición de moribunda, toca la otra parte.