Los primeros días que pasamos juntos, siempre atravesábamos el mismo puente y veíamos los cisnes manifestar su grandeza por las gélidas aguas del canal.
Emanábamos electricidad de nuestras ganas de
vivir y no sabíamos contenernos. No pertenecíamos a este
mundo. No. Éramos híbridos que se encontraban aquella noche en la misma
sala, dedicándose el uno al otro la misma mirada... impregnados por la
magnificencia de la noche.
Yo lo admiraba, ¿sabéis?, se desgarraba el alma por
ser bondadoso y, sobre todo, correcto. Yo siempre he sido más bien lo
contrario. Pero a él no le importaba, qué va... aparecía en mitad de la noche y
me encontraba hecha pedazos, torturándome. Y me recomponía; tomaba uno por uno
los pedacitos y los iba uniendo en cuestión de horas. Me decía un par de veces
al día lo bonita que era, me acariciaba el rostro y el pelo como
aquél que toca una figura de porcelana cara. Y a mí me hacía gracia, claro,
porque como ya he dicho, nunca he sido especialmente buena o correcta, yo necesitaba su
fuerza, su sexo cruel. Pero él no era así, y por eso mismo lo admiraba.
A veces me iba, sin certeza alguna de cuándo regresaría,
aunque él me seguía cuando podía y, cuando no, me esperaba. Porque más de una
vez le dije que su amor me había devuelto un hogar: mi hogar era él. ¡Le estaba
tan agradecida!
Siempre supo que yo volvería junto a él, a esconderme en sus robustos brazos, que me protegían del mundo y de mí misma.
Siempre supo que yo volvería junto a él, a esconderme en sus robustos brazos, que me protegían del mundo y de mí misma.
Me enseñó a quererme. Os sonará estúpido, pero es algo difícil
de aprender, pero supo ser mi maestro, mi amante y mi amigo, alguien con quien conversar cuando
los muros de mi casa se hacían cada vez más pequeños y la realidad comenzaba a desvanecerse frente a mí. “Venga, recuesta la cabeza en mi pecho” susurraba, entonces
sus latidos le devolvían el sentido a las cosas que me rodeaban.
La inestabilidad que me caracterizaba era algo con lo que él
aprenció a vivir; a veces reía y me decía que estaba loca. Y bueno, tenía
razón, sí, pero además era libre, y a él le encantaba mi libertad interior, y
mi constante indecisión, y mi mente camaleónica… y mi locura.
Porque sabía que los locos son los únicos capaces de amar
con locura,
y yo le amaba más que todas las putas a las que él había
conocido.