No es nada, es un suspiro.

domingo, 17 de junio de 2012

A ti, Madrid

Supongo que hay un momento en tu vida y digo momento como término amplio: un día, un minuto o un segundo— en el que adviertes que no sabes lo que quieres, pero sabes dónde. Ese momento, en la narración de mi, por ahora, exigua vida, es este.

Madrid es una ciudad que ha recibido lo mejor de mi persona, ha erigido en mí una mujer que sabe por dónde caminar, que sabe hacia dónde mirar cuando los de al lado están confundidos. No puedo dejar de mencionar las turquesas aguas entre las que he crecido y la sal que se convierte en un añadido más de la piel de aquellos que de allí provenimos. Es cierto, no puedo olvidar mi isla. Pero Madrid ha ejercido de instructora, y le aplico un género femenino porque esta ciudad representa para mí una clase de parienta, una abuela: algunos llaman madre a la naturaleza; otros, prefieren llamar padre al tiempo. Yo creo que una ciudad puede, como una abuela, exhibir sus cicatrices, vivencias y otros relatos de su vida, así como compartir didácticas moralejas.

Puedo decir, sin contenerme, que soy una mujer gracias a lo que esta ciudad me ha dado, y es que tengo los pies en el suelo y la cabeza sobre los hombros. Sin dejar de tener sueños, por supuesto.

Recuerdo cuando pusieron en Plaza de España ese paseo de las estrellas... no me hablen de estrellas si no han ido caminando por el Templo de Debod después de una de las magníficas puestas de Sol que esta ciudad ofrece, entre gente que parece haberse escapado de los ochenta. Todos tus rincones tienen sentido, y tus calles música, como si caminara al son de una banda sonora de Morricone. Aunque a veces me siento en el Palacio a escuchar al saxofonista que tan bien sabe tocar Volver.

Gracias, Madrid, por acogerme entre tus brazos de otoño cuando estaba perdida a mi llegada al este de tu cuerpo. Gracias también por esos afortunados encuentros en tus calles Austrias, por dejarme morar en más de uno de tus barrios, por recordarme que Gran Vía es la avenida perfecta para dejar de llorar y avivar, en cambio, mi gallardía.

Supongo, además, que hacemos de una ciudad lo que quiere que esta represente en nuestros recuerdos cuando nuestras sienes plateen. Te aseguro, Madrid, que volveré a dedicarte líneas cargadas de afecto y que serás siempre mi lecho, el cauce en el que acabarán mis más memorables instantes.