Escribí por ahí una vez, no recuerdo dónde ni por qué, que
lo mejor para evitar cualquier enfermedad del corazón es evitar al corazón
mismo. Olvidar que existe el alma. Pero hay cosas, siento deciros, que el
cuerpo no puede esquivar.
La curiosidad y la lectura me han instruído sobre
varios matices que la mente, muchas veces, no sabe controlar: véase el cariño.
Creo que es uno de los pocos sentimientos útiles y nada efímeros; sirve también como
combustible para la vida, siempre que no paséis de esa fase, claro está. Que sí, que podemos cambiar a ciertas personas con
las sábanas y ya está, pero como os saltéis esa línea que separa el áspero cariño
del amor, estáis jodidos.
Doy por hecho que todos sabéis controlar la mayoría de
vuestras acciones, pero hay ciertas cosas -como eso que os explicaban en el
colegio de las acciones voluntarias e involuntarias-, ciertos impulsos que son
inevitables para el cuerpo. Amar es uno de ellos. Sí, AMAR, ¿estridente,
verdad? Pues sí, estridente y, además, desconocido. No os discuto que la Real
Academia haya elaborado un significado para esa palabra. Bien, puede que haya catorce acepciones en el diccionario sobre lo que es el amor, pero apuesto a
que ninguno de vosotros coincidiría al describirlo. Y es que el amor, para
empezar, es algo incierto, una sombra de la que nadie se escapa, una especie de
delincuente abstracto que no puede ponerse bajo control y por eso tantos nos escabullimos de él.
Pero llega un día en el que se os agita el corazón y no
podéis evitar florecer por dentro, y habéis caído. Entonces, no os quedará otra
que someteros a ello y esposaros a sus consecuencias, nefastas probablemente,
pero consecuencias ligadas a un sentimiento contra el que no podéis luchar.
Con esto os quiero decir, que para escapar del amor solo
hace falta no tener corazón, y como eso es imposible, aquí no se salva nadie.
Ni siquiera yo.
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